En estos días de fiestas navideñas he tenido la oportunidad de visitar el Pueblo Viejo de Belchite, auténtico testimonio inerte de lo que significó la guerra civil. Sus ruinas, que de lejos parecen construcciones de arena semidesmoronadas tras una lluvia, transmiten a la perfección el sufrimiento que debieron de experimentar sus gentes cuando te adentras por las calles. Antes de ser bombardeado, Belchite tenía más de mil trescientos edificios y una población de unos cuatro mil habitantes; era cabeza de partido judicial, con lo que contaba con juzgados y cárcel, además de un seminario, un convento, tres iglesias, una sucursal del banco Zaragozano, un casino y un cine, el cine-teatro Goya.

Una mujer menuda con media cara tapada por la mascarilla, un micrófono articulado desde una diadema y un sonoro altavoz en el pecho, que le cuelga del cuello, nos narra a una veintena de visitantes, con la elocuencia de quien lo ha vivido, aunque sabemos que por su edad es imposible, cómo sucedieron los tres ataques que dejaron diezmado al pueblo. En una de sus paradas señala un montón de cascotes con un trozo de fachada todavía en pie. La mascarilla no nos deja ver la totalidad de su rostro, pero en sus ojos se intuye un halo de resignación. El tiempo no parece haber borrado por completo aquel lejano episodio. “Esta es la casa de mi familia materna. Luego os enseñaré la de mi familia paterna”, comenta con un aplomo obligado, tal vez con el corazón herido, pero cicatrizado por los años de profesión, de repetir cada día la misma historia a los visitantes.

En La herencia del agua construí y destruí un pueblo parecido a Belchite. Se llama Fuenteárida y es una localidad ficticia en el norte de la provincia de Córdoba. Manuela, la protagonista, es una joven discapacitada que, tras el bombardeo, se convierte en la única superviviente de la aldea. Atentamente, mientras sigo las explicaciones de la guía de Belchite, me conmueve pensar que lo que yo he creado sentado delante de un ordenador y fuera de todo peligro, hubo gente que lo vivió de verdad. Tras este baño de realidad que casi me obliga a perder el orgullo, me quedo con la frase que tanto la guía como yo tenemos en mente: “Que no vuelva a repetirse esta desgracia nunca más”.

Si bien es cierto que para crear el pueblo de Fuenteárida en La herencia del agua me basé en la localidad de Belchite, no esperaba encontrarme tantos parecidos no buscados.

Belchite es una localidad agrícola, dedicada al cereal y a otros cultivos, en especial al olivo. Aprovecho aquí para recomendar su aceite de oliva. Esta actividad ya existía antes de la guerra. El pueblo de Fuenteárida, al norte de Córdoba, también fue creado con esta particularidad. De hecho, Jérôme Atelier, reportero de guerra y uno de los protagonistas, fotografía el bombardeo subido a un tejado en las almazaras.

Parte de la película El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006), fue rodada en el Pueblo Viejo de Belchite. Este film fue una de mis inspiraciones más importantes al escribir La herencia del agua. De la misma manera que Ofelia, la niña de El laberinto del fauno, descubre un espacio para la fantasía y protagoniza escapadas para encontrarse con el fauno, Manuela, la protagonista discapacitada de La herencia del agua, se evade de la rigidez del sanatorio donde reside para encontrar un reducto de libertad en un bosque mágico.

Una cruz de hierro preside la Plaza Vieja, delante de las ruinas de la torre del Reloj. Fue forjada por presos republicanos en memoria de los caídos. Existe una cruz idéntica en la basílica de Nuestra Señora de la Cabeza, en Andújar, un lugar frecuentado por los reporteros de La herencia del agua, que viven una curiosa aventura durante el asedio de dicho lugar.

La Dirección Nacional de Regiones Devastadas decidió no reconstruir el desastre de la guerra, a pesar de que Franco prometió lo contrario: «Yo os juro que sobre estas ruinas de Belchite se edificará una ciudad hermosa y amplia, como homenaje a su heroísmo sin par». El nuevo pueblo se levantó al lado de las ruinas, construido por presos republicanos que malvivían en un campo de concentración. Poco se ha hablado de esto, tal vez eclipsado por los gulags soviéticos y los campos de exterminio nazis; quizás también porque cuarenta años de dictadura son capaces de silenciar muchas bocas. Lo cierto es que en la posguerra española existieron 104 campos de concentración estables y otros 180 provisionales.

A pesar de que la mano de obra era esclava y de que los belchitanos no tenían ninguna culpa de que los proyectiles destrozaran sus viviendas, tuvieron que pagar por sus nuevas casas. A medida que se iba construyendo el núcleo, los habitantes fueron dejando de vivir entre cascotes (muchas casas no tenían ni techo) y traspasaron su hogar unos pocos metros hacia el norte. Los últimos lo hicieron ya entrados los años sesenta.

Me contaron que algún que otro idilio se produjo entre muchachas del pueblo y presos republicanos. Que cada cual piense en los problemas morales que acarrearía para las familias la «insensatez» de que la hija se enamorara de un condenado. A mí me parece muy curioso pensar que antes de la guerra las zagalas iban a la fuente a por agua, como excusa para verse con sus pretendientes y en la posguerra se paseaban por las obras, donde los veían atareados en la albañilería, a la espera de una dulce mirada desde el andamio, aunque fuera clandestina y de soslayo.

La población belchitana, ya instalada en sus nuevas casas, se miraba en el espejo del Pueblo Viejo. Evocaban sus recuerdos y se veían allí, a unos cuantos metros. Se reconocían paseando por las calles e imaginaban su bonito pueblo antes de sufrir la catástrofe de la guerra. Nada de esto sintió Manuela, la protagonista de La herencia del agua, cuando cuarenta años después visitó las ruinas de su Fuenteárida natal. Tras la guerra tuvo que exiliarse en Francia y no experimentó el efecto de la ciudad espejo. Al descubrir en 1979 el nuevo pueblo construido al lado de las ruinas, su reacción fue muy distinta y sorprendente.

 

Ángel  Melampo