Desde hace unos veinte años, la comunidad científica está empeñada en estudiar los efectos que causa la literatura en nuestras mentes, y ha diseñado experimentos de diversa índole para cuantificarlos. Concretamente se ha relacionado la lectura de ficción con la empatía.
      Un buen diseño de experimento debe incluir, siempre que sea posible, un sistema de medición. ¿Y cómo medimos la empatía? Hay procedimientos sencillos, pero eficaces, y otros más sofisticados. Por ejemplo, el test de 60 preguntas de Simon Baron-Cohen, en el que se plantean cuestiones como “prefiero la compañía de los animales a la de las personas” o “a menudo la gente dice que soy insensible, aunque yo no veo por qué”. O el test gráfico Mind in the Eyes, del mismo autor, que presenta fotos en blanco y negro de ojos y cejas, ante las cuales el individuo debe elegir entre cuatro calificativos
para cada mirada: reflexiva, horrorizada, irritada o impaciente. También se han ensayado métodos como mostrar pequeños cortos audiovisuales mientras se hace un escáner cerebral al individuo, lo que permite detectar los efectos de los cortos directamente sobre ciertas zonas del cerebro. En resumen, todos los tests se refieren a estados mentales y miden nuestra capacidad de percibir las emociones o pensamientos de los demás.
      Ahora veamos qué tiene que ver la literatura con todo esto. Se escogieron fragmentos de textos de tres tipos: 1. Ficción literaria que había ganado premios, 2. Ficción literaria popular como novelas románticas o policiacas, 3. Ensayo o divulgación. Se contó con la colaboración de un grupo grande de personas que habían pasado recientemente tests de empatía como
los descritos más arriba, se dividió al grupo en tres y se les pidió que cada uno leyera con atención el texto que le había tocado. Al poco de acabar las lecturas, se les sometió de nuevo a una medición de la empatía. Los resultados fueron bastante concluyentes: el único grupo que aumentó su valoración en los tests fue el primero, y de una forma muy significativa. Podríamos concluir que la buena literatura aumenta la empatía, como opina Keith Oatley, psicólogo y novelista.
      Se han repetido estos experimentos con variaciones, y se ha teorizado sobre los resultados, que se han mostrado consistentes. Al parecer, cuando la ficción nos introduce en una situación que nos resulta creíble o nos emociona,
actúa como una experiencia, tal como ocurriría si la viviéramos en realidad. Es un hecho que las experiencias vitales profundas suavizan nuestro carácter, nos vuelven más comprensivos con el mundo y con los demás, entendemos mejor al otro. Del mismo modo, cuando un personaje es redondo, está bien descrito, a lo largo de la lectura llegamos a conocerlo mejor que a algunos de nuestros allegados. En la vida al margen de la literatura, las personas con cierto bagaje existencial suelen dar más señales de empatía con gentes diversas que los muy jóvenes. También forma parte de nuestra experiencia diaria que las
emociones provocan una compasión no siempre duradera. Podríamos decir que una parte de lo que vamos aprehendiendo cala en nosotros y otra parte se disipa, exactamente como ocurre con las lecturas. La novela y el cuento no son reales, pero la ilusión de realidad que crean es más eficaz para nuestra educación emocional que un manual de psicología. Se ha llegado a afirmar que leyendo ficción se aprende a vivir como se aprende a pilotar un avión en un simulador de vuelo.
      ¿Dónde nos deja todo esto a los escritores? ¿Tenemos la obligación de “educar” a nuestros lectores hacia unos valores determinados? En mi opinión, la respuesta claramente es no: si la literatura de ficción enseña algo, si produce empatía, es por su semejanza con la vida, que no es moralista en absoluto. Yo creo en la literatura que expone dilemas, que muestra conflictos y suscita preguntas; la que no pretende adhesiones. Ese es el simulador de vida que me interesa.

 

Mercedes Fernández Casado